EL PESO DE LA IGLESIA CATÓLICA EN MÉXICO.
LA MUERTE DE DELFINA ORTEGA,
PRIMERA ESPOSA DE PORFIRIO DÍAZ.
La Iglesia Católica imprimió durante 300 años su influencia
en la vida y la conciencia de todos los habitantes de la Nueva España, desde la
Alta California hasta Yucatán.
Su pésima intervención en la vida política del país desde
la época Colonial incluso ocasionaron la pérdida de los territorios del norte
del México independiente que representaban el 55% de su superficie.
Sin Rey de España como principal autoridad en América al
lograr nuestra independencia y la debilidad de los Presidentes de México por su
frágil sistema político, la Iglesia influenció todos los ámbitos de la vida del
México independiente, asfixiando completamente al Estado Mexicano.
Con el 'monopolio de la salvación' en sus manos, Obispos y Sacerdotes manejaron
a placer las conciencias del pueblo y Gobierno Mexicanos.
Así, entre centenas de intervenciones lamentables de la Iglesia Católica en la
vida de México, están la del apoyo que los invasores
Estadounidenses lograron en el Alto Clero durante la invasión que nos despojó
del 55% de nuestro territorio (1846-48) o el 'entusiasta' apoyo que la Iglesia
dio a la invitación a Maximiliano para gobernar a México apoyado en la invasión
Francesa de 1862-67.
De entre muchas penosas mentalidades heredadas de la Iglesia está aquella que
indica que el pobre es bueno y el rico no lo es, a pesar de haber obtenido su
riqueza a través de su trabajo.
En Julio de 2006 esta idea volvió a ser tema de polémica en las elecciones
Presidenciales (la Historia actual tiene siempre raíces en nuestro pasado, de
ahí la importancia del conocimiento de nuestra Historia).
Solo una generación valiente como la de la Reforma pudo derrotar al monstruo que
controlaba no solo la vida económica y política del país, sino en especial la de
las conciencias de todos los ciudadanos.
Su obra fue valiente y titánica.
¿ Por qué ? Especialmente por el nivel de religiosidad
(rayando en el fanatismo) de prácticamente toda la población.
Era sencillo adivinar el resultado de una lucha entre el
incipiente Estado Mexicano y la Iglesia Católica con todos sus adeptos; un
temeroso y débil Estado luchando contra la 'industria de la salvación y
'representante' de la Divinidad' era una empresa en verdad complicadísima.
Un ejemplo claro de cómo la Iglesia Católica controló las mentes de los
Mexicanos es la historia alrededor de la muerte de la primera esposa de Porfirio
Díaz, Delfina Ortega.
Porfirio y Delfina se habían casado por poder (esto es,
Porfirio Díaz no estaba presente en la celebración de la boda civil realizada en
la Ciudad de Oaxaca en Abril de 1867 por estar atacando a los Franceses en la
Ciudad de Puebla, recuperando la plaza el 2 de Abril de ese año).
Maximiliano caería días después en Querétaro y semanas más tarde sería fusilado
en esa ciudad.
Delfina era sobrina de Porfirio, por lo cual la Iglesia le negó a Porfirio
contraer matrimonio religioso con ella.
Así, bajo las 'reglas' de la Iglesia, Porfirio Díaz vivía 'en pecado' con su
esposa.
Según el Arzobispo Labastida era ésta "una omisión imperdonable que el día del
Juicio Final podría tener consecuencias terribles para ambos, en particular para
Delfina, quien al estar ya muy próxima a la muerte, a pesar de contar con tan
sólo 32 años de edad, bien podría ser condenada, por ese hecho, a pasar la
eternidad en el infierno" (palabras del propio Arzobispo Labastida).
Con la grave enfermedad de Delfina (peritonitis generalizada), el Presidente
Porfirio Díaz llamó a un sacerdote para que le aplicase los santos óleos, pues
su muerte era inminente, de horas.
Enterado el Arzobispo de la situación, se presentó en Palacio Nacional para
entrevistarse personalmente con el Presidente de la República.
Era el 7 de Abril de 1880.
El alto prelado le comunicó a la afligida mujer que no podría absolverla porque
no estaba casada con Díaz de acuerdo a las leyes de Dios.
A continuación, una parte de la conversación entre el Arzobispo y Delfina:
"—Pero padre —repuso la mujer balbuceante—, convenza usted, por lo que más
quiera, a Porfirio para que se case conmigo. Se lo suplico. Él no puede permitir
que me vaya al infierno. He sido su compañera. Le he dado hijos.
Lo he hecho feliz. Le he cumplido todos sus caprichos. Me le he entregado sin
condiciones, padre, que se apiade de mí en estos momentos en que me estoy
muriendo… ¡ Apiádense de mí !
Vaya usted a donde él, apersónese y dígale que si nunca le
pedí nada, ahora sí lo hago: sólo él puede salvarme, él y sólo él, padre… Sé que
esta es la última noche de mi vida… Jamás volveré a ver la luz del día… ¡ Que se
case conmigo,
que se case ahora, antes de que sea demasiado tarde, padre, padre, por favor,
padre…! Sería inútil hacerlo con una muerta… No amaneceré viva, lo sé, lo sé, lo
sé… —repitió la mujer sin fuerza siquiera para llorar, mientras negaba con la
cabeza recostada sobre la almohada empapada de sudor."
—¿Cómo voy a casarte con Porfirio, hija mía, si se trata de tu tío?
Porfirio es tu tío y en primer grado, ¡por Dios…! ¿Qué es esto…?
—Padre mío, me voy. Apiádese de mí, por lo que más quiera…
—Pero si es un impedimento insalvable. ¿Cómo voy a casarte con tu tío
sanguíneo…? Si por lo menos fuera un pariente político.
—Padre, por favor, por favor…
El arzobispo buscó en el salón contiguo de Palacio Nacional al Presidente de la
República para plantearle el problema. Don Porfirio estaba ante su escritorio,
sentado en un sillón forrado con terciopelo verde que ostentaba en su ángulo
superior izquierdo, bordado con hilo de oro, un águila devorando una serpiente.
Al ver entrar al arzobispo sepuso de pie.
-¿ Alguna novedad, padre ? La peritonitis ha envenenado
todo el cuerpo de Delfina.
Morirá en cualquier momento.
-Debemos dejarla que parta en paz, Porfirio, y pedir que su espíritu caiga en
las manos de Dios y no en las de Lucifer.
-¿ Qué quiere usted decir con que Delfina caiga en las manos del Diablo?
Ella ha sido siempre una católica ejemplar. Nuncaha faltado a la misa ni a
ninguna celebración religiosa.
-Ese no es el problema.
-¿ Entonces cuál ? ¿ Por qué podría irse al infierno ?
-Porque morirá en pecado mortal -sentenció Labastida.
-¿ En pecado mortal ella ? -cuestionó Díaz sorprendido-. Pero si es una santa,
hasta deberían ustedes beatificarla...
Omitiendo cualquier comentario en torno a esta última afirmación, el arzobispo
continuó inconmovible. De sobra conocía su objetivo.
-Está en pecado, Porfirio, primero porque es tu sobrina sanguínea, segundo,
porque vivió contigo como tu concubina, tercero porque tuvieron 5 hijos, y
cuarto, jamás obtuvieron la bendición de Dios para formar una familia. De modo
que cargarás esa losa de por vida. Tuya y sólo tuya será la culpa...
-¿ Casarme con ella ayudará ? -cuestionó Díaz sintiéndose arrinconado.
-Sería definitivo, Porfirio, es la única manera de salvarla -agregó Labastida
sintiendo a su presa en un puño.
-Cásenos, padre, cásenos de inmediato. Absuélvala. Concédale la extremaunción.
Garantíceme que se irá al cielo -exclamó el presidente con una visible angustia
reflejada en sus ojos.
-Sólo Dios puede dar esas garantías, Porfirio. Yo, por mi parte, haré todo lo
posible por complacer tus deseos.
Sin pérdida de tiempo, la máxima autoridad política del país, acompañado por el
máximo líder religioso de México, se presentaron ante Delfina, quien agonizaba.
Los ojos hundidos delataban la gravedad de la infección. Su respiración era
acompasada. El sudor empapaba su frente y el color macilento de su tez
confirmaba la gravedad de la enfermedad.
El ambiente era de muerte.
-¡ Cásenos padre, cásenos ! -demandó el dictador.
Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos se empezaba a colocar la estola y la
Mitra para iniciar el proceso de absolución, ya sin confesión por falta de
tiempo, cuando volteó ver a Díaz para dispararle a quemarropa, con el rostro
impertérrito:
-Perdóname, pero no los puedo casar. Es tu sobrina, Porfirio...
-Olvídelo, padre...
-Yo puedo olvidarlo, pero Dios lo sabe todo.
-Usted logrará la indulgencia Padre.
-Esa podría lograrla si ambos nos comprometemos a rezar y a pedir perdón, pero
hay otro impedimento mucho, mucho más grave aún.
-¿ Cuál ? Dígamelo por favor -explotó el jefe del Poder Ejecutivo, quien
supuestamente ya había accedido a todas las pretensiones del prelado-. ¿ Cuál es
el impedimento ?
-Cuando juraste someterte y defender la Constitución de 1857, por ese solo hecho
la Iglesia Católica te excomulgó a ti y a quienes hubieran hecho un juramento
similar por haber atacado frontalmente el patrimonio y los privilegios divinos.
Por lo tanto, Porfirio, estás excomulgado desde ese año y, como tú entenderás,
puedo pasar por alto, con la benevolencia del Señor, el impedimento sanguíneo,
pero, eso sí, no puedo casar, de ninguna manera, a un excomulgado. ¡Me
condenaría yo mismo !
-Pero, padre -insistió Díaz pensando tal vez apalancarse en sus enormes poderes
políticos y militares, que estaban siendo ignorados.
-Lo siento, Porfirio, lo siento -se resignó Labastida con el rostro contrito-.
Veo con profundo dolor que Delfina se irá irremediablemente al infierno, de
donde no podrá salir en toda la eternidad.
-No, padre, no puedo consentirlo, me moriría de la angustia. Soy católico, creo
en Dios, creo en el Espíritu Santo, creo en la Divina Trinidad, creo en las
vírgenes, en los santos, en los apóstoles y en los beatos... No me haga esto,
padre.
-No te lo hago yo, Porfirio: son las leyes inflexibles de Dios Nuestro Señor,
que todo lo sabe y todo lo oye. De modo que si quieres impedir que esta santa
mujer se vaya al infierno para que Lucifer le saque todos los días los ojos,
tienes que abjurar de la Constitución de 1857 y retirar ante mí ese juramento
que en nada te beneficiará tampoco a ti, en lo personal, cuando vayas a
rendirle, espero que dentro de muchos años, cuentas al Gran Crucificado -el
arzobispo se persignó elevando piadosamente la mirada hacia el techo.
-Porfirio, Porfirio, Porfirio -mascullaba la desgraciada mujer...
El rostro de Díaz se congestionó. Estaba desencajado. ¿ Qué diría el ejército
que él había encabezado para terminar de aplastar al imperio de Maximiliano ? ¿
Y su trayectoria como distinguido Liberal ? Los ojos inyectados parecían salirse
de sus órbitas. Bien sabía que estaba en un callejón sin salida y que, en su
carácter de militar, estaba perdiendo una batalla.
-Abjuro, padre. Abjuro. Reniego de mi compromiso con la Constitución. Me desdigo
de mi juramento, pero salve usted a Delfina -concedió desesperado, a sabiendas
de que arrojaba una vez más su prestigio político por la borda.
Díaz se rendía.
El arzobispo no acusó recibo de su triunfo. Permaneció de pie, inmutable.
Aceptaba la concesión del Presidente de la República, sí, pero no procedía a
administrar la extremaunción. De pronto, sin mostrar la menor perturbación,
teniendo a Díaz simbólicamente de rodillas, lo abofeteó con estas palabras
apartadas de cualquier actitud piadosa. La iglesia católica volvía a ser
insaciable:
-Perdón, Porfirio, pero tu sola palabra no basta... ¡ Perdóname ! Ningún miembro
de la alta jerarquía eclesiástica va a atreverse a dudar de mi dicho, conoce de
sobra mi sentido del honor, pero debo cubrirme la espalda de cara a la historia
y dejar ampliamente satisfechos a mis colegas: debo llevarles tu renuncia al
juramento por escrito. ¡Perdóname!
Y Díaz, el mismo que en 1867 colocó a Maximiliano ante el paredón en el Cerro de
las Campanas de Querétaro. Él, el gran liberal, ¿ resultaría un farsante ? ¿
Toda su carrera había resultado una vulgar comedia ? ¿ Había jurado defender la
Constitución con todas las solemnidades para después renunciar en privado a todo
compromiso adquirido con su pueblo ? ¿ Y si se llegaba divulgar su abjuración ?
Ahí tenemos a uno de los restauradores de la República, arrodillado ante un cura
con tal de impedir que su mujer cayera en los brazos de Lucifer. ¿ Y la dignidad
? ¿Y el sentido del honor ?
Porfirio Díaz volteó a ver al rostro del arzobispo. Éste no proyectaba la menor
crispación. El control de cada uno de los músculos de su cara era total. Su
mirada no despedía la menor emoción. ¡ Con qué gusto lo hubiera puesto enfrente
de un pelotón de fusilamiento ! Odiaba esa vocecita hipócrita con la que le
solicitaba lo insospechable Delfina todavía respiraba. No había tiempo que
perder. Una pluma y un papel. Redactó sentado en el escritorio presidencial: "El
suscrito Porfirio Díaz, declaro que la religión católica, apostólica y romana
fue la de mis padres y es la mía en que he de morir. Que cuando he protestado
guardar y hacer guardar la Constitución Política de la República, lo he hecho en
la creencia de que no contrariaba los dogmas fundamentales de mi religión y que
nunca hubo voluntad de herirla..." Díaz declaró asimismo que no poseía ningún
bien expropiado a la iglesia y, según le pidió el arzobispo que asentara, sí era
cierto que había pertenecido a la masonería pero que se había alejado de ella...
¿ Por qué renunciar a las creencias de toda una vida ?
Terminada la carta, regresó violentamente a la habitación donde agonizaba su
mujer para entregársela en mano al arzobispo. Le disparó una mirada de respeto,
sumisión y odio. No resultaba sencillo descifrarla. Éste, después de leerla y
constatando que la Delfina fallecía, ya no hizo ningún reparo, sólo le ordenó al
Presidente de la República que pusiera la fecha y la firmara, a lo cual accedió
Porfirio Díaz de inmediato: era antes de la medianoche. La señora Delfina Ortega
de Díaz fallecería unas cuantas horas después, a las 5 de la mañana, según reza
la inscripción de su tumba en el cementerio del Tepeyac.
-Este secreto de Estado estuvo perfectamente guardado en la Mitra metropolitana,
lejos del alcance de los historiadores.
Si esto pudo la Iglesia hacerle al propio Presidente de la República, uno de los
más exitosos militares del país, ¿ qué no podría haber hecho por siglos
con el resto de los NovoHispanos y Mexicanos ?
La generación de Juárez y la Reforma tuvieron la osadía de enfrentar el inmenso
poder económico y mental de la Iglesia sobre el país, de enfrentar
conciencias y lograr que México superara el lastre que una religión de paz y
sobriedad en sus orígenes, le había ocasionado.
Miles de ejemplos como este, abrieron las puertas del subdesarrollo para México.
Finalmente había que "dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del
César".
México progresaría sin ese lastre y se encontraría finalmente con el último
colofón del poder eclesiástico 45 años más tarde durante la Guerra Cristera
de 1928-34.
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