PROGRAMA PRODUCIDO POR LA PRESIDENCIA DE LA REPÚBLICA CON MOTIVO DEL AÑO NUEVO 2000 CONDUCIDO POR EL PRESIDENTE ERNESTO ZEDILLO

Ciudad de  México, 31 de Diciembre de 1999.

Versión estenográfica de la narración del presidente Ernesto Zedillo, durante el programa de televisión:

"México: una Construcción Milenaria"

                                                                        Ernesto Zedillo. Presidente de México (1994-2000)

DESPACHO PRESIDENCIAL

Es bueno recordar que hace mil años, México, este espacio físico, histórico y cultural que hoy llamamos México, ya había visto surgir y desaparecer grandes civilizaciones; ya había sido testigo de notables hazañas en la arquitectura, las artes y el pensamiento.

Grupos nómadas de recolectores y cazadores comenzaron a poblar este territorio hace más de 30 mil años, y hace unos 7 mil, igual que en diversos puntos de nuestra tierra, dio inicio la agricultura. Algunas de las plantas que crecen en nuestro suelo desde entonces como la calabaza, el frijol, el chile, el jitomate, el aguacate siguen siendo muy gustadas en nuestra dieta. Con el tiempo, otro cultivo llegó a ser tan importante que se convirtió -y todavía lo es- en el símbolo mismo del sustento y de la vida en México: el maíz.

Muy pocos países son herederos directos de una cultura tan antigua, profunda y viva. Al igual que China y la India, el México de nuestros días es el resultado de milenios de transformaciones que se han dado sobre un proceso histórico de continuidad.

Hace mil años, algunas de las mayores culturas que florecieron en Mesoamérica ya habían declinado y pertenecían a un pasado mítico y legendario.

La misteriosa cultura olmeca, asentada originalmente en el sur de Veracruz y el norte de Tabasco, madre de los primeros calendarios y sistemas de escritura americanos, origen de muchas de las divinidades que serían luego veneradas en Mesoamérica, nació mil años antes de la era cristiana.

Con su arquitectura monumental, sus murales, su enorme y complejo trazo urbano, Teotihuacan, la espléndida ciudad de Quetzalcóatl, expandió su influencia hasta la América Central; en el año mil su leyenda era tan poderosa que en adelante otros pueblos vieron a Teotihuacan como el lugar donde los dioses se habían reunido para crear el Quinto Sol, y se esforzaron por sentirse herederos de su sabiduría y su esplendor.

Hace mil años, había pasado ya el momento más alto de la civilización maya clásica, cuya grandeza nos deslumbra, aunque apenas ahora estemos empezando a descifrar su escritura. El Tajín y su pirámide de nichos, Montealbán y su asombrosa plaza, el conjunto de Xochicalco -donde grandes culturas ajustaron sus calendarios-, Cacaxtla y sus pinturas murales, para nombrar sólo unos cuantos ejemplos, florecieron todos antes de que comenzara el milenio que ahora termina.

A partir de 1325, en los lagos del Valle de México surgió la ciudad de Tenochtitlan. La edificaron los mexicas, que llegaron a constituir el señorío más poderoso de aquel tiempo. Como antes habían hecho otros, los mexicas se proclamaron herederos de Teotihuacan, el lugar donde se habían concentrado el poder y la riqueza, donde las artes habían florecido.

A partir de esa antigua y extraordinaria estirpe, afirmaron que mientras dure el mundo, nunca acabará, nunca se perderá la fama y la gloria de México-Tenochtitlan.

TEMPLO MAYOR Y MUSEO DE ANTROPOLOGÍA

De la misma manera, nosotros miramos hacia el pasado en busca de las raíces y la fuerza de nuestra identidad, de nuestra unidad, de nuestra esperanza. Es bueno recordarlo en el fin de este milenio.

México fue escenario de uno de los episodios más extraordinarios de la historia universal. Justo a la mitad del segundo milenio, ocurrió el encuentro entre los diversos pueblos indígenas que habitaban los señoríos de Mesoamérica y los conquistadores españoles. Así nació el "nuevo mundo".

Nunca antes dos civilizaciones tan distintas y tan distantes se habían encontrado: una, que dominaba un continente en ávida expansión, era heredera de la cultura latina y griega, se encontraba inmersa en la tradición judeocristiana y estaba teñida por el legado de los moros. La otra civilización, la de nuestro territorio, antigua y prodigiosa, vivía encerrada en su espacio y sin noción del mundo que se extendía más allá de las grandes aguas.

La valerosa defensa de los reinos fue insuficiente. La feroz conquista militar, el colapso económico, las terribles epidemias y los trabajos forzados diezmaron a la población indígena. De las cenizas del mundo prehispánico surgió una notable fundación cultural. Los españoles y los indios construyeron juntos la cultura mexicana.

La población indígena fue convertida al cristianismo. La dimensión de esa tarea puede verse todavía en los millares de iglesias y conventos que pueblan el paisaje nacional. Esa profusión de portadas, retablos, pinturas, esculturas, muchas de ellas de una calidad tan alta que las convierte en expresiones del arte universal, llegó a su esplendor en el barroco mexicano. En aquella época de riqueza espiritual, arraigó el culto a la Virgen de Guadalupe.

En la ciudad de México se establecieron la primera imprenta, la primera universidad y la primera academia de artes del continente. Nuestro suelo siempre ha sido fértil para el talento. Así lo probó la abundancia de médicos, ingenieros, astrónomos, escritores, músicos y pintores que hubo en la Nueva España. Entre todos aquellos personajes, destacó una gran mujer, un enorme talento de la literatura universal: Sor Juana Inés de la Cruz.

Cuando en el siglo XVIII comenzaron a llegar de Europa a la Nueva España las ideas de la Ilustración, que impulsaban el desarrollo de las ciencias y hablaban de libertad e igualdad entre los hombres, el terreno estaba abonado para aprovecharlas. Una generación de criollos fincó entonces los cimientos del nacionalismo cultural mexicano y comenzó a sentir que esta tierra debía ser una nación diferente a la Vieja España.

En ocasiones los mexicanos hemos tendido a sentir como ajenos los tres siglos del Virreinato. Pero, desde el mirador del año 2000, debemos reconocer que aquella época tuvo una importancia decisiva en la formación de nuestro país y, sobre todo, que su herencia cultural tiene una faceta claramente positiva.

SALÓN VIRREY

Los conocimientos, las destrezas y la sensibilidad de los indígenas, los materiales de esta tierra, unidos a conceptos y pautas occidentales, crearon en México un sinfín de obras admirables, una cultura única y profunda, lo mismo en sus manifestaciones académicas que en la inmensa variedad y riqueza de sus expresiones populares. Todos podemos percibir esa presencia hasta el día de hoy, actuante y viva. Es un cimiento de nuestra identidad, unidad y esperanza. Es bueno recordarlo en este fin de milenio.

Somos un país mestizo. México es la patria de una suma de razas y culturas que no tiene par en el resto de América. En lo que ahora son otros países, los colonizadores exterminaron a las poblaciones indígenas o las segregaron en reservaciones. Otros propiciaron el surgimiento de dos y hasta tres sociedades separadas, la blanca, la indígena, la negra, que alimentaron mutuamente sus agravios, rencores y recelos.

Pero en México, ciertamente con dolorosas excepciones, la regla fue la inclusión y la mezcla, no la exclusión y el prejuicio. El mestizaje incorporó a indígenas de las más diversas etnias, a españoles de varias regiones y también a la población negra. Esa rica amalgama gestaría una nueva nación.

Aún siendo tan importante su aspecto étnico, el mestizaje decisivo fue el cultural. Si observamos el conjunto de gustos, valores y costumbres que caracteriza a los mexicanos, nos daremos cuenta de cómo se suman en nuestra cultura las influencias de pueblos diversos. También veremos que este proceso no se ha interrumpido nunca. A lo largo del tiempo, en México han encontrado su hogar lo mismo gente llegada de oriente que del sur de nuestro continente y de muchos países europeos. En el sentido cultural, México es una prodigiosa construcción donde las diversas identidades se disuelven y se fortalecen en esa otra nueva identidad que es la mexicana.

A veces predomina la cultura indígena: seguimos comiendo maíz, frijol, chile, cacao, guajolote. Muchos guisos nacionales son mestizos, como el mole o la variadísima dulcería. En cambio, la lengua preponderante, el vestido, el mobiliario doméstico y los instrumentos de transporte y trabajo, suelen ser, desde hace siglos, de origen europeo. En el sentido comunal de la existencia, en ese predominio del nosotros sobre el yo se advierte un eco indígena, al igual que en la esplendidez de nuestras fiestas. Las actitudes populares ante la muerte son una confluencia de dos estoicismos: el indígena y el español.

México nunca ha sido, ni debe ser, una nación que excluya la diversidad. Por el contrario, es, y debe seguir siendo, un mosaico variado y multicolor. Un mosaico de "patrias chicas" cuyos habitantes, incluso si se ven obligados a emigrar, conservan siempre el amor a su tierra, al pueblo, al paisaje único que los vio nacer y crecer.

Cada una de esas piezas del mosaico mexicano tiene una identidad propia. En cada una hay matices diversos en las actitudes ante la vida, el trabajo, el cuerpo, el amor y la muerte. Cambian las sensibilidades artísticas, las costumbres, los ideales, las devociones. Pero aquellas "patrias chicas" se unen en una voluntad, en una identidad común.

Es un hecho muy feliz que esos "muchos Méxicos" entre el Río Bravo y el Suchiate, entre el Océano Pacífico y el Atlántico, en las montañas, los desiertos, el Altiplano y las costas, convivan entre ellos, intercambien modos de ser, influencias y aficiones, se apoyen y vivan estrechamente unidos. Es un hecho muy afortunado que esos "muchos Méxicos" se sientan todos parte de la patria grande, parte de la idea y la realidad tangible que constituyen y dan fuerza a nuestra nación.

A lo largo del milenio que ahora termina, y especialmente durante el siglo XX, la humanidad se ha desgarrado una y otra vez por diferencias religiosas, étnicas, culturales, económicas, políticas, nacionales. Diferencias que han llegado a parecer tan irreconciliables que han sido pretexto de guerras, exterminios, persecuciones. En el mundo del siglo XX, México ha sido una excepción. Aunque no faltan en nuestro país lamentables casos de discriminación o exclusión, que debemos combatir, los mexicanos no persiguen a los mexicanos ni a los demás.

PATIO CENTRAL DE PALACIO NACIONAL

La fraternidad social constituye uno de nuestros mayores aportes a la historia humana. De ella derivamos también nuestra unidad, identidad y esperanza. Es bueno recordarlo, en este fin de milenio.

En 1810 el cura Hidalgo convocó a los mexicanos a luchar por la Independencia. Después de largos años de una lucha heroica, en 1821, México logró ser una nación soberana.

José María Morelos formuló en los sentimientos de la nación el más noble programa para la patria que apenas vislumbraba, y se propuso la creación de un pueblo democrático y republicano, igualitario, educado y justo.

Morelos lo concibió en las siguientes palabras: "La soberanía dimana del pueblo, el que sólo quiere depositarla en sus representantes. Como la ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia y aumenten el jornal del pobre". Expresados hace 186 años, estos sentimientos siguen vigentes y los mexicanos debemos esforzarnos para cumplirlos cabalmente.

En aquella época, sin embargo, tardamos decenios en llegar a un acuerdo sobre cómo debería gobernarse y estar organizada esa nueva nación. Los mexicanos perdimos la mitad del siglo XIX en discordias internas que nos hicieron vulnerables a las potencias de entonces. En vez de democracia, sufrimos el dominio de caudillos. En lugar de integración nacional, surgieron tentativas separatistas. Padecimos rencillas e innumerables egoísmos. El resultado no pudo ser más doloroso: fuimos despojados de la mitad del territorio.

Ante el riesgo de perderlo todo: libertad, independencia y patria, en 1857 una extraordinaria generación de mexicanos inició una gran década nacional, que sentó las bases del México moderno. En ese año se promulgó la Constitución liberal. No fue la primera pero sí, hasta entonces, la más importante de nuestra historia. A ella debemos nuestras libertades cívicas y nuestras garantías individuales.

Pero quizás lo más trascendente fue que los mexicanos, teniendo a la cabeza al presidente Juárez, nos demostramos por primera vez sin lugar a dudas que somos plenamente capaces de defender nuestra soberanía. Después de una larga y dolorosa lucha, el imperio invasor traído por los conservadores fue derrotado, y la ley se aplicó con justicia a quienes habían querido imponernos la monarquía extranjera. En 1867, al derrotar a las fuerzas representadas por Maximiliano, Benito Juárez logró restaurar a la república como la forma de gobierno que México necesitaba para alcanzar el progreso económico, la democracia y la justicia.

Por diez años, durante la República Restaurada, con los gobiernos de Juárez y de Lerdo de Tejada, México avanzó notablemente en lo político. Luego vino la larga dictadura de Porfirio Díaz, en la que el país progresó en lo económico pero se retrasó en lo político y lo social. Comenzaban a crecer la agricultura, la minería, la industria. Se tendían miles de kilómetros de vías ferroviarias y se abrían nuevos puertos. Pero se agudizaban las diferencias sociales en el campo y la ciudad. Se violaban los derechos de las personas. Se oprimía la libertad. Prevalecía la exclusión como forma de gobierno.

El resultado fue el estallido de la Revolución Mexicana. Recordemos los ideales y los valores de sus hombres: el apóstol Madero recorre las ciudades predicando la democracia; Zapata demanda tierra y libertad; Pancho Villa cabalga, con espíritu justiciero, al frente de su División del Norte; Venustiano Carranza defiende la soberanía nacional y convoca al Congreso del que surge la primera constitución que, en el mundo sumó libertades individuales y derechos sociales.

Una vez concluida la etapa de lucha, el invicto Obregón comienza la normalización del país y la cruzada educativa; luego el adusto Calles emprende la creación de instituciones; el General Cárdenas reparte la tierra y nacionaliza el petróleo.

Recordemos también las imágenes del pueblo que bajo las órdenes de esos caudillos vivió, participó y sufrió la Revolución. La lucha de ese pueblo, de esos hombres, esas mujeres, esos ancianos y esos niños, debe ser honrada por nosotros, sus hijos y sus nietos.

MONUMENTO DE LA REVOLUCIÓN

La promesa de justicia, libertad, igualdad y educación que la Revolución hizo a los mexicanos sigue impulsando nuestra unidad, nuestra identidad y nuestra esperanza. En el fin del milenio, es bueno recordarlo.

La Constitución de 1917, nuestra actual carta magna, contiene los más nobles ideales de la Revolución: preservar la soberanía nacional, lograr la justicia social en los campos y las fábricas, dar a todos educación básica gratuita, garantizar una vida digna para cada hombre y cada mujer y, desde luego, hacer realidad la democracia, el ideal que puso en marcha el movimiento de 1910.

Los gobiernos emanados de la Revolución se propusieron alcanzar esos ideales de justicia, democracia y desarrollo; cada uno lo hizo con distinto énfasis, según su particular comprensión del país y su circunstancia. Ciertamente hubo errores en el camino y es mucho lo que falta para cumplir los programas que se fijó la Revolución. Muchos millones de mexicanos padecen todavía pobreza, injusticia y desigualdad. Pero, a pesar de esos grandes problemas, nadie puede decir que en México el siglo XX haya pasado en vano.

Por el contrario: en los últimos cien años, los mexicanos hemos logrado progresos indudables. Progresos materiales, políticos y culturales tan importantes, que han cambiado el país y ahora exigen más y mejores soluciones para los problemas de hoy.

En 1900 éramos 15 millones de personas que habitábamos sobre todo en el campo, en pequeñas poblaciones incomunicadas. Nuestra esperanza de vida era de no más de 30 años, pues la mortalidad infantil era muy alta y los servicios de salud sumamente escasos. Casi 9 de cada 10 mexicanos no sabían leer ni escribir. Nuestra economía era predominantemente agrícola, con gran dependencia de unos cuantos metales preciosos, como el oro y la plata. La industria y los servicios eran todavía muy incipientes y estaban localizados en pocas partes de la República.

Ahora que somos muchos más mexicanos, casi 100 millones, la gran mayoría vivimos en centenares de ciudades que han crecido en este siglo y están conectadas por una extensa red de comunicaciones de toda clase. Nuestra esperanza de vida es de 75 años. Nueve de cada diez mexicanos saben leer y escribir. En nuestra economía actual, 40 veces más grande que la de 1900, predominan los sectores industrial y de servicios. El país es un actor de primera importancia en el comercio internacional, ya no sólo por sus materias primas o recursos naturales sino por sus productos manufacturados. México es hoy el primer país exportador de América Latina.

Cuando miramos hacia nuestro pasado debemos hacerlo con objetividad y justicia. No debemos olvidar que en medio de un mundo en continua guerra, un mundo marcado por el odio y la intolerancia, los mexicanos hemos construido un país con libertad y paz interna.

En esto, hay que repetirlo, hemos sido un caso excepcional, porque en casi todo el resto del mundo, el siglo XX ha sido tal vez el más destructivo de la historia. Baste recordar las dos guerras mundiales y los regímenes totalitarios de derecha e izquierda que dejaron decenas de millones de muertos. En ese paisaje de violencia y desolación, México fue, desde la tercera década del siglo, un espacio de libertad, estabilidad y paz, un país modesto pero generoso que a menudo abrió sus puertas a los perseguidos de otras tierras.

En los últimos años, con el empeño de todos los mexicanos, la crisis económica ha sido superada y con ello se van abriendo nuevas posibilidades de atender las antiguas e inmensas carencias de nuestro pueblo. Un logro particularmente notable de estos años difíciles es que los mexicanos hemos avanzado firmemente en el cumplimiento del primer ideal de la Revolución, el ideal democrático de Madero.

La democracia es el signo de nuestro tiempo. Los mexicanos hemos comenzado a vivir en una genuina democracia. Una democracia basada en libertades plenas: libertad de pensar, expresar y actuar; libertad de organizarse para luchar por las ideas y elegir a los gobernantes. La democracia es, hoy por hoy, no sólo el mejor método para que los mexicanos resolvamos nuestros conflictos, sino la vía para edificar en el siglo XXI una vida digna y libre, justa y próspera; una vida en concordia que respete otra de nuestras grandes fortalezas como nación: la diversidad que nos caracteriza.

Somos un país que no mide su historia en años, ni en siglos, sino en milenios. Los desastres naturales y los errores humanos han golpeado nuestra casa pero no la han derrumbado. Jamás podrían. México tiene sólidos cimientos de unidad, de identidad, de esperanza que ninguna adversidad puede destruir. Su solidez proviene del legado de nuestra cultura milenaria y del esfuerzo realizado por cada generación de mexicanos.

PALACIO NACIONAL 1er. PISO

En este paso del segundo al tercer milenio, es bueno recordar el ejemplo de las mujeres y los hombres que nos precedieron en la construcción de México; de este nuestro hogar común, tan querido, al que llamamos México y cuya "fama y gloria", como la de México-Tenochtitlan, "mientras dure el mundo, nunca acabará, nunca se perderá".